Cuentos millennials

Encuentro breve con la psicología

No me gusta la psicología. No me siento cómoda con esa obsesiva intromisión en la mente ajena, en busca de las huellas que te llevaron hasta ese sillón desde dónde hablas con un desconocido que te cobra después de cada anécdota. Es personal, y entiendo, que fundamental para tanta otra gente. No tengo una justificación coherente y profunda para mi rechazo, aunque tampoco lo cuestiono: para hacerlo les tendría que pedir ayuda  y cuido mis problemas tanto como a sus soluciones.

De todas formas, un Lunes fresco para remera pero caluroso para campera, llamé a la prepaga que me daba el trabajo y pedí un turno para probar la experiencia. Una vez, un jefe bastante desastroso, me dijo que probara, que ir a la psicóloga era para el cerebro el equivalente del gimnasio para el cuerpo, y yo creo mucho en eso del «mens sana in corpore sano», y le hice caso. Contra todo pronóstico y con absoluto asombro, me asignaron ese mismo día un turno de 30 minutos, en el edificio que parece un castillo de Almagro, justo en frente de casa, una reunión con Alicia para hacer «la admisión». No me dieron tiempo ni para arrepentirme y tener que pasar por un filtro me predispuso mal. 

¿Qué es eso de la admisión? Voy a someterme al sillón de la señora Alicia, a quién desconozco por completo, para que en 30 minutos, saque alguna conclusión holística de Paula de Caballito, recién mudada al barrio de Almagro, extrovertida hasta lo innecesario, con ciertas tendencias obsesivo – autoritarias, poco manejo de la ira y abusadora del humor para evitar expresar de forma sincera cualquier emoción que la haga parecer humana en exceso, y decida si estoy admitida en lo que ella considera ¿qué? ¿Una paciente? ¿Alguien que necesita ayuda? Ayuda, ¿yo? Alicia y a vos, ¿quién te conoce?

No me puse remera ni corpiño en gesto de protesta y me tiré la campera de entre casa encima, mientras pispeaba por la ventana de mi 8vo piso a ver si descubría quién era la psicóloga que estaba por decidir mi futuro en la Planta Baja C del edificio de en frente. No vi a nadie. Salí al palier, me despedí de Marito, el portero, le hice una seña a Lorena, la dueña de la verdulería autoservicio contigua a casa y crucé la calle sin saber si la Paula que volvería, sería la misma que partía. Toqué timbre. Marito miraba desde el otro lado de mi vida. Apareció Alicia. Seguí su rodete improvisado por el pasillo hasta el departamento C y entré en un living de techo alto, piso de madera y con olor a sahumerio, que me recibió con calidez.

Alicia carraspeó la garganta antes de empezar a hablar y su voz de fumadora lanzó el primer veredicto:
No me anda la impresora, te hago la constancia de admisión a mano
Dentro de lo previsible, pensé. La psicología es el brazo analítico de la mítica tradición oral y como tal, debe tener base analógica. Alicia me llevó por la casa hasta el cuarto que usaba de consultorio. Busqué casi instintivamente el sillón dónde acostarme, pero encontré, en cambio, dos sillas bastante incómodas, una para ella y otra para mí, y dediqué toda mi atención a una biblioteca semi completa que actuaba a su vez como sostén de una TV, dejando a medio camino la posibilidad de ser una lectora empedernida o una televidente adicta a los realitis y sobre su escritorio, ví un tapper abierto con pollo y ensalada. Mi sesión le interrumpía el almuerzo.

Contame qué te trae por acá – Me dijo tomando un block de hojas de esos que tienen impresa la marca de una empresa de fármacos. Ahora me tocaba hablar a mí. Siguiendo las anécdotas sobre qué temas tocar con tu psicóloga, recurrí a lo obvio, nombré a mi mamá:
– Me acabo de mudar sola, y mi vieja se enojó porque no fui a comer milanesas el Jueves. Me preguntó qué hacía ahora con el medio kilo de ternera que había empanado, como si no tuviera un frigorífico en el freezer – Hice una pausa y la miré. No había expresión alguna en su rostro. Pensé en lo que había dicho, pensé en dónde estaba, en que usé un día de Homeoffice, con lo que me gusta vaguear cuando trabajo desde casa, para hablar de las milanesas congeladas en el freezer de la casa de mi vieja. Pensé en mi. Maldita millennial.

Alicia no anotó nada. Por el contrario, soltó otro veredicto:
– Genial, te voy a pasar el número de Sandra, atiende acá a dos cuadras, podes empezar con ella – Y miró el tupper con el pollo que se enfriaba desde el escritorio.

Mi primer y único encuentro con la psicología duró 4 minutos y medio. Crucé de nuevo aquel departamento, pensando qué lindo que era el edificio castillo y con la seguridad de que ambas dos sabíamos que aquello había sido una pantomima: Ella actuó de psicóloga mientras almorzaba y yo de paciente mientras la analizaba.

 

 

 

 

 

 

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