Más al sur que el sur, cerca de dónde termina el mundo antes de volver a empezar, existía el pueblo más ruidoso del que se tenga recuerdo. Bastaba acercarse despacito y en silencio, para escuchar el murmullo que de allí salía.
Podía usted llegar sin paraguas, que se enteraría rápidamente del clima asomando un poquito el oído, adoraban al sol y pasaban horas debatiendo sobre los fenómenos que lo tapaban. Si en cambio, era usted deportista, con mostrar la puntita del zapato alcanzaba para que le pasen una pelota y le lluevan instrucciones sobre cómo patearla.
En el pueblo de los Muyos ninguna charla terminaba jamás, nada disfrutaban más que hablar. Venga siéntese y tome unos verdes, solían invitar, y nadie al debate se podía negar. Los Muyos eran simpáticos y de buen comer, y esperaban ansiosos el día que seguía al día que vivían. Una vez, mientras hablábamos de algún tema excesivamente relevante para la galaxia entera, un muyo de rulos me dijo:
– Siempre es hoy, pero por suerte, mañana es un día, y será entonces, un nuevo hoy –
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Cuando conocí a los Muyos, pasaban mucho tiempo festejando en la calle. Me contaron que dónde antes hubo revoluciones, ahora organizaban festines. Me contaron sobre sus sueños, los ajenos, la religión, la física nuclear, la medicina alternativa, la ley de gravedad y cómo fumar debajo del agua. No sabía si los Muyos sabían de lo que hablaban, pero como decían, lo importante es decirlo con seguridad.
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Una tarde de calor, un vecino del pueblo del norte, vino con intenciones de llevarse tesoros de los Muyos. Inventó un cuento para sembrar discordia entre ellos y así poder negociar con su tristeza. El vecino vino con un ejército de malignos disfrazados de trovadores, que a fuerza de mentiras hechizaron a quién se dispuso a escucharlos.
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El hechizo fue tal, que familias enteras se cruzaron en debates interminables, que acababan en peleas infernales entre bandos que antes disfrutaban de una buena charla. Los amigos dejaron de encontrarse y los amantes se separaron para no volver a verse jamás.
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Tan confundidos quedaron los Muyos, que un Domingo de trifulca generalizada, tomaron una mala decisión y el día que tenía que llegar después del día que vivían, no llegó. Se miraron entre todos, desconcertados, sin entender por qué siempre era hoy, pero no mañana y el tiempo no pasaba. Los Muyos se iban a dormir y cuando se despertaban, seguían cansados y en el mismo punto de la charla. Los Muyos no podían conversar sin titular, así que llamaron al fenómeno «La maldición del gato»: estaban enredados en un ovillo temporal que les había robado el futuro y los obligaba a charlar lo mismo, el mismo día. La vida de los Muyos se volvió así aburrida y repetitiva, y como no había mañana, las oportunidades no se repartían y se las quedaban siempre los amigos del vecino del Norte.
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La pasión con la que charlaban, cedió paso a la tristeza con la que morían.
Y el último día del único día que vivían, mientras los Muyos se extinguían, entendí el poder de la palabra.