América

El infierno de Soda Stereo

Ví el fin del mundo. Estuve ahí mientras el universo terminaba y volvía a empezar. Llegué temprano, antes del estallido, cerca de las 18hs cuando todavía era de día. Teníamos dos cajas de Philip Morris de 10, una Natalia y otra yo, y una botella de agua de medio litro que cargaba mi hermana Daniela.

Para el ingreso tuve que mostrar las entradas que había conseguido después de hacer una hora de cola en el Rapipago de Primera Junta. Fue la última vez que compré los tickets de un show en persona, y la última vez que sentí la ansiedad en el cuerpo por llegar a la ventanilla, y darle la plata a la vendedora antes de que cuelguen el cartel de Agotado. Era la vuelta de Soda Stereo y estabamos todos en la misma, desesperados, por verlos volver.

Gasté mi primer sueldo entero en dos entradas, una para mí y la otra, de sorpresa, para mi hermana. Por ese entonces, vendía zapatillas en un local sobre la calle Santa Fe, y aunque odiaba ese trabajo, me permitió el acceso al mejor recital que fui en mi vida, y le debo gratitud eterna por eso.

Hoy, a la distancia, entiendo que no sabía qué estaba yendo a ver, sólo fui consciente de que era mucho más joven que el resto de gente que se fue agolpando en el Monumental esa tarde de Noviembre, con remeras recién desempolvadas de recitales anteriores: Soda en Obras 88, Soda en Lima 86, Soda en Caracas 93. Y en el medio, nosotras tres, con 18, 16 y 15 años, tratando de entender la importancia histórica del evento que estaba por suceder. Nadie sabe qué esta yendo a ver, cuando va a ver a Soda por primera vez, nada te prepara para eso. 

Teníamos entrada para campo, pasamos los controles y nos acomodamos 3hs antes, fumando tabaco, libertad y adolescencia, racionando el consumo de agua, porque no nos alcanzaba para comprar una adentro. Las torres de sonido, dos monstruos de acero en medio del público, pasaban vídeos en loop de Diego Capusotto y promocionaban el merchandising de la gira.

El cuerpo nos hormigueaba mientras oscurecía en Buenos Aires. Pasó Leo García y el tiempo, al fin, se puso de nuestro lado. El monumental estalló, nosotras estallamos, la gente alrededor nuestro estalló, y mientras la euforia hervía en el suelo, explotó Soda en el escenario.

Esa guitarrita manejada por el mismísimo demonio, marcó el inicio de Juegos de seducción, mientras el estadio entero se elevaba más allá del Río de la Plata, vibrando en la estratosfera. El dios diablo Gustavo nos dio la bienvenida al infierno, y ya todos estabamos ardiendo. 

Lo que sigue es un recuerdo lisérgico, un viaje de ácido a través de la música y la transpiración, Zeta con un gorro que le contenía los sesos y Charly poseído y descerebrado, reinventando la batería. Tengo flashes azules, entonaciones somnolientas «ya estaré a un millón de años luz» y Natalia y mi hermana, perdiendo la inocencia para siempre, acompañaban a los gritos «de casa». Miles de cuerpos vibrando en tiempo presente, fundando futuro, marcando nuestro pasado, para siempre.

Flashes rojos quemaron mis pupilas «es amor lo que sangra», mi cabeza estaba en otra dimensión, y entonces, terminó el mundo. La guitarra gimió el apocalipsis y la masa saltó desaforada, «Ella durmió», nunca estuve tan despierta en mi vida, «al calor de las masas», 70mil personas transpirando al unísono, éramos un mar de lava, y erupcionamos, «De aquel amor», el volcán Soda quebró la barrera de lo posible, penetró el espacio sideral y nos trasladó a otra galaxia sensorial, « de música ligera», es imposible saber si esto es real o estoy alucinando, «nada nos libra», no terminen nunca, «nada más queda, nada más queda». Y los acordes de ese demonio enangelado todavía resuenan, «Nada más queda».

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